La elección de los obispos romanos

José Grau

 

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Si un ciudadano romano de los primeros siglos de la era cristiana, resucitado, hubiera asistido en el Vaticano, en junio de 1963, a la elección y coronación de Pablo VI —o a la de cualquier otro Pontífice moderno—, no hubiese entendido nada de lo que tales ceremonias y prácticas de la Roma papal significan.

Cierta apologética católica se sirve, con no poco éxito, de lo que podríamos llamar una gran «ilusión de perspectiva histórica», consistente en hacer creer que la Iglesia romana ha sido, y sigue siempre la misma desde el primer siglo hasta nuestros días. Como si todo lo que cree y practica, salvadas ciertas pequeñeces de detalle y forma, se remontase básicamente hasta San Pedro mismo. De este modo, el Catolicismo romano pretende dar la impresión de que el obispo de Roma ha sido siempre no sólo obispo de una «diócesis» (como cualquier otro obispo católico), sino Cabeza vi­sible de la Iglesia universal y Pontífice, «obispo de los obispos de todo el orbe», en su calidad de supuesto Vicario de Cristo. Así, se intenta hacer creer que las tradiciones romanas se remontan a la antigüedad apostólica y son, por lo tanto, garantía de verdad y de auténtica Iglesia.

Pero esta ilusión, esta errónea perspectiva histórica de lo que ha sido la vida de la Iglesia en general, y de la iglesia de Roma en particular, no resiste la más ligera investigación científica. El historiador sabe que Roma, lejos de ser siempre la misma, ha cambiado constantemente y que las doctrinas y prácticas papales (bastante tardías, por cierto) fueron algo ignorado completamente durante muchos siglos del cristianismo antiguo. El nombramiento de cada nuevo papa convierte el tema en algo actual. Y constantemente, por desgracia, cabe comprobar la misma ignorancia de la historia en multitud de personas, y publicaciones, que presentan al recién estrenado Pontífice como el sucesor de una cadena sin eslabones rotos, que se remonta diáfana hasta el primer siglo.

Sin embargo, un estudio imparcial de los datos históricos a nuestro alcance, arroja —aunque sea brevemente y casi en bosquejo— el siguiente cuadro general de hechos irrefutables:

  1. En la elección de los antiguos obispos romanos no intervenían cardenales. Y ello, por la sencilla y simple razón, de que la dignidad. cardenalicia no existía tampoco todavía, El oficio de «cardenal» no fue introducido en la Iglesia romana sino hasta mil años después de la fundación de la Iglesia cristiana (1). Por supuesto, no hay tampoco ninguna base bíblica para el ministerio cardenalicio. El Nuevo Testamento ignora completamente —y con él los primeros siglos de la Iglesia—, el cargo de cardenal.

  2. En la elección de los antiguos obispos romanos no intervenía   tampoco   ninguna   representación   de   la   Iglesia   universal.
    Los electores no pretendieron nunca tal representación, a diferencia de los padres componentes de los grandes concilios ecuménicos de los primeros mil años (los cuales concilios, por otra parte fueron totalmente independientes en relación con la sede romana, la que no era más que una importante sede, entre otras, de la Cristiandad). La elección de obispo en Roma tenía que ver con dicha ciudad y no con la totalidad de la Iglesia universal. Por la razón, simple y sencilla, de que el prelado titular de dicha sede era el obispo de Roma. Nada más. Siglos más tarde llegaría a ser «el primero (pero) entre iguales».

  3. Los obispos romanos eran elegidos exactamente igual que los demás obispos de la antigua Iglesia, es decir: con participación del pueblo fiel de la ciudad (laicos) y el «clero» de la misma.

De estos tres puntos se desprende que los obispos de la Iglesia romana, en los primeros siglos, no eran más que los otros obispos de las restantes ciudades de la Cristiandad. La hegemonía papal, por la cual el obispo de Roma se colocó por encima de los demás prelados, es fruto de una evolución histórica producida por una larga y complicada combinación de interésese eclesiásticos, sociales y políticos, pero sin base bíblica. El granhistoriador J. I. Dollinger escribió:

    1. «Tenemos escritos y afirmaciones referentes a la jerar­quía eclesiástica en la Iglesia y en ninguno de estos escritos de aquellos primeros siglos aparece la dignidad papal, ni se menciona nada parecido que pudiera existir en la Iglesia. En los escritos del Pseudo-Dionisio Areopagita, compuestos a finales del siglo V, y relacionados con la jerarquía, se menciona solamente a obispos, presbíteros y diáconos. Igualmente, Isidoro de Sevilla, el famoso teólogo español, en el año 631 menciona todos los grados eclesiásticos existentes en aquel entonces y los divide en cuatro grupos: patriarcas, arzobispos, metropolitanos y obispos. Graciano, canonista italiano del siglo XII, incorporó esta lista en su célebre obra titulada «Decretos», vale decir 500 años más tarde que Isidoro de Sevilla, y tiene que haberle llamado poderosamente la atención que el oficio de Papa no estuviera incluido. Todavía Beato, abad español, proporciona la misma lista de Isidoro de Sevilla en el año 789. Beato tampoco sabe nada de una dignidad más elevada en la Iglesia que la de patriarca» (2).

La pregunta surge espontánea: ¿Dónde estaba el papa en la Iglesia antigua? A esta pregunta, la historia responde en los siguientes términos: Al principio, se llamaba papa (es decir: padre) a todos los obispos por un igual. Y luego, hasta a los mismos presbíteros de aldea. A partir del siglo VI fue cuando comenzó a usarse, de manera restringida, para designar particularmente al obispo de Roma. Y, finalmente, Gregorio VII, en 1076, lo exigió exclusivamente para él y sus sucesores, añadiéndole el prefijo de «Santo».

La palabra «papa» es de origen griego, no latino. Y fue en Alejandría, no en Roma, en donde primeramente se llamó «pope» (es decir: papa) al obispo. En Oriente, dicho nombre sirve hoy para designar a todos los sacerdotes («popes») (3).

Notas

(1) Ignaz von Dollinger, The Pope and the council, III, V. pp. 206 y ss.

(2)  Ibid. En    el   Nuevo   Testamento,   cuando    el   apóstol   Pablo    enumera    los   ministerios de la Iglesia cristiana, tampoco hace mención del Papado (1   Corintios 12:28; Efesios 4:11), Olvido imperdonable si el papa es realmente la piedra angular del edificio eclesiástico.

(3) Stanley, "History of the Eastern Church", lec. 7. p.216 y ss.; Farrar "Lives" Vol. I p. 370.Cf. nota núm. 50. p. 294, ad supra.



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