Tolerancia cero

Raquel Berrocal

 

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El día en que cumplía diez años, la pequeña Lilly Anderson, de Carolina del Norte, decidió participar en la página web de Disney Channel. Era la semana de Acción de Gracias, y el canal infantil pedía a los niños que escribieran en pocas palabras qué cosas les hacían sentirse agradecidos. Poco podía imaginarse Lilly el revuelo que su frase iba a causar en todos los noticieros del país. Ella quería dar gracias "por Dios, por mi familia, por mi iglesia y por mis amigos", pero en cuanto envió su mensaje, recibió un comentario moderador instándole a usar un lenguaje más amable y comedido.
Lilly no entendía nada, así que fue a buscar a su madre, y entre las dos volvieron a rehacer la frase unas cuantas veces, tratando de averiguar qué parte del mensaje era la que el sistema no admitía. Finalmente, reordenaron la frase sin la palabra "Dios", y sólo entonces fue aceptada. Disney Channel había bloqueado la posibilidad de mencionar ese nombre. La empresa se excusó argumentando que muchas personas lo usan para blasfemar y ofender. No obstante, la huella quedó grabada en Lilly y en otros niños. No mencionar a Dios. A pesar de que "Dios es la razón por la que tenemos todo lo que tenemos", como siempre le enseñaron en su familia.

Al menos en un país con muchos millones de cristianos evangélicos uno puede enterarse por televisión de las protestas de la madre de Lilly o las de otros grupos por el corte súbito de la emisión de la CNN cuando cierto famosísimo futbolista profesional mencionaba a Cristo en una entrevista: todas las pantallas se quedaron en color verde de repente. Sin embargo, en un país casi completamente pagano como el nuestro, se hace patente la tolerancia cero hacia la simple alusión al Dios de la Biblia.

Occidente presume de tolerancia y exige pleno respeto para los diosecillos de acá y de allá. Los de Oriente le hacen gracia y muchos no dudan en reverenciarlos como si fuesen la misma sabiduría vestida de naranja. Así tu vecina te habla de sus chacras, hace yoga y quema incienso mientras te mira con lástima a ti y a todos los mortales que no han llegado a su estado superior de conciencia mística.

El dios sádico y cruel que aplasta a las mujeres y hace volar por los aires a los niños también recibe las reverencias serviles de Occidente. Las ciudades europeas se apresuran a retirar sus símbolos navideños para no ofender las sensibilidades de sus adeptos, acogen a los profesores de cómo pegar a las esposas sin dejar marcas y se cuidarán mucho de emitir cómo los milicianos islamistas se dedican a decapitar niños por confesar su fe en Yasua (Jesús) ? obligan a decenas de miles de cristianos a salir huyendo con lo puesto por el desierto hacia una muerte más que probable. Después de todo se trata de "la religión de la paz".

Sin embargo, ninguna de ellas puede compararse con la religión de Baal el progre, universal, obligatoria y omnipresente, contra la cual no puede ni debe alzarse ninguna crítica. Todos los ciudadanos, desde su infancia, deben ser aleccionados en sus dogmas y aprender el valor prioritario de sus propias apetencias, las fantasías evolucionistas, las mentiras del feminismo sobre el pasado, el presente y el futuro, la dictadura de sus zonas erógenas, la desvergüenza como canon de belleza, la supremacía incuestionable del yo expresada en la eliminación aséptica de los bebés antes de nacer o el abandono sin remordimientos de los ancianos y/o los enfermos o la mofa y escarnio públicos a los que debe someterse cualquiera que se atreva a afirmar la existencia de valores absolutos, entre otras doctrinas.

Pero el mismo mundo que transige con cualquiera de las religiones del imperio igual que la Roma de la que desciende - hace gala de una tolerancia cero hacia el Dios de los cristianos. Su nombre le produce alergia. Sus pretensiones absolutas le incomodan sobremanera. La mera noción de rendir cuentas en un día que ya está fijado le provoca un i malestar comprensible, como el de un yerno | real cuando el cartero le entrega la citación del juzgado. Su primera reacción es echar el papel a la chimenea y olvidar el asunto lo antes posible.

Sin embargo, aunque la Europa ex cristiana contemporánea le tenga manía al Diosque abandonó y no esté dispuesta a dejar que asome por ningún resquicio - ni en las, escuelas, ni en los medios, ni en la vida pública -, la realidad incómoda se obstina en hacerse presente. El tren se acerca veloz y ya se sienten sus vibraciones, por mucho que el iluso sentado sobre las vías se empeñe en convencerse de que el tren no existe y, de no pasar a la acción, terminará arrollado por la locomotora.

Decía Spurgeon que la santidad no es más que la salvación hecha visible. Cada creyente es un milagro, la prueba viviente de una clase de vida sobrenatural que recrea las cosas viejas y las hace luminosas. Tropezarse con un cristiano, o con unos cuantos, que andan en trato diario con su Señor es como mirar el rostro resplandeciente de Moisés después de bajar del monte, incómodo e inexplicable pero elocuente. Es encontrar un delicado jardín, vallado y perfumado, con sus fuentes y sus senderos, con su zona de frutales y sus macizos de flores, en medio de un vertedero. Puede que a los amantes de la basura les moleste su perfume, se esfuercen por convencernos de la maravilla de vivir enterrado en la mugre, y no toleren ni el aire limpio ni los pájaros cantando ni la paz de pasearse por él, pero en el fondo saben que hay un hecho innegable: el Jardinero anda cerca.

Editorial de la revista Nueva Reforma nº 108. Publicado con autorización


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