¿Qué hacemos con el cuerpo después de muerto?

Pedro Puigvert

 

Pedro Puigvert



Anciano de la Asamblea de Hermanos de Barcelona Av. Mistral, 85-87 es Presidente y profesor del CEEB en donde enseña Hermenéutica Bíblica, Teología Sistemática (Bibliología, Cristología y Escatología) y Catolicismo Romano. Director de la revista de orientación bibliográfica Síntesis y colaborador de Edificación Cristiana". Diplomado en Teología por el Centro Evangélico de Estudios Bíblicos (CEEB) es también Bachiller en Ciencias Bíblicas por el Centro de Investigaciones Bíblicas (CEIBI). Ha sido Presidente de la Alianza Evangélica Española; del Consell Evangèlic de Catalunya y Secretario General de la Unión Bíblica durante treinta años.

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La estampa típica de esta semana pasada ha sido la de la visita a los cementerios, costumbre que se está perdiendo. Antes del verano, mientras esperábamos a los que faltaban a una reunión de profesores del CEEB, un profesor foráneo me preguntó que opinaba sobre la forma de dar sepultura a los muertos en España, porque me confesó que cuando visitó por primera vez un cementerio sufrió un tremendo choque, ya que él procede de otra cultura que tiene una costumbre diferente. Le respondí que no me lo había planteado por estar acostumbrado a verlo siempre de esta manera, lo que es imperdonable para un profesor de escatología que debería poder dar respuesta a esta cuestión. Han pasado unos meses, que he aprovechado para investigar y meditar sobre este asunto, y llenar la laguna. Creo que estoy en condiciones de poder abordar el tema desde la Biblia y la historia. En todas las culturas, el respeto de la persona humana es entendido más allá de la muerte física, a través de los cuidados prodigados a los cuerpos de los difuntos y a la importancia que se da a los rituales de sepultura. El esmero en la sepultura y la ritualización de los funerales son considerados por los antropólogos como características esenciales de la humanidad. Un autor ha dicho que "se juzga a una sociedad por la manera como entierra a sus muertos" (A.T. Sanon). En la tradición cristiana, el cuidado de la sepultura está reforzado por la esperanza de la resurrección corporal que está en el corazón de nuestra fe. Católicos y Protestantes estamos en desacuerdo sobre la forma de los ritos de sepultura, y sobre el estado de las almas después de la muerte, pero ambos somos de la misma opinión en el reconocimiento de la dignidad de los restos mortales y la convicción de que éstos participarán de la resurrección.

El cuerpo en el cristianismo

La concepción del cuerpo humano en el cristianismo juega un papel importante en este asunto: el reconocimiento de un lazo entre la persona y su cuerpo, entre su humanidad y su corporalidad es suficientemente estrecho para impedir que ambos se puedan desasociar enteramente. Pero esta correspondencia no va hasta la identificación o la confusión, ni desemboca en una sacralización del cuerpo que incluso impide tocarlo o pone como equivalentes el cuerpo de un difunto con el de uno que está vivo. La apertura de la ética cristiana a la práctica de la donación de órganos y la incineración (apertura relativa, cierto, pero real) son los indicadores. Dicha correspondencia es, sin embargo, suficientemente fuerte para impedir que el hombre sea concebido independientemente de su dimensión corporal. En todos los estados de su trayectoria, el hombre, delante de Dios tiene una existencia corporal. Hasta en la esperanza del más allá y de la resurrección, que es el punto central de la esperanza cristiana (1 Co. 15:13-14), la esperanza del creyente es la de una resurrección corporal: una corporalidad transfigurada y glorificada (1 Co. 15:39-49). En el cristianismo la existencia corporal no es considerada como una forma accidental o provisional de la vida humana, sino como uno de sus rasgos permanentes.

Los restos mortales

.Desde esta perspectiva, ¿cómo contempla el cristianismo los restos mortales? En el estado intermedio (entre la muerte y la resurrección), la doctrina cristiana considera que no hay una separación total entre el cuerpo y la persona. El estado intermedio es sin lugar a dudas, en la doctrina, donde el lazo entre el cuerpo y la persona es el más relativo o donde el velo de misterio que lo recubre es el más espeso. Pero, hasta en el espesor de este misterio se mantiene un lazo entre la persona y el cuerpo, de tal manera que el cuerpo del difunto, desde el punto de vista de la fe, se trata siempre del cuerpo de alguien. Conserva en parte la dignidad de la persona humana y participa de la esperanza de la resurrección. Algunos han debatido ampliamente, en la historia de la Iglesia, para ensayar una definición de este misterio o al menos conceptualizarlo. Por ejemplo, ahí está la doctrina del "sueño de los muertos", llamada "dormición" en la tradición ortodoxa que ven la muerte del hombre no como una destrucción sino un sueño, una dormición, una parada temporal de la actividad del alma junto al cuerpo. O también la "psycopaniquia" (sueño del alma) sostenida por algunos anabautistas y husitas en el siglo XVI y más tarde en Inglaterra por los irvingitas, doctrina que Calvino combatió en 1542, en un tratado que  lleva este título y en la actualidad la sostienen los Testigos de Jehová. En ningún caso el lazo entre la persona y el cuerpo no debe entenderse como un dualismo platónico (cuerpo malo, alma buena). En las tradiciones ortodoxa y católica, se ha desarrollado una veneración de los santos que pasa por la veneración de sus reliquias, puesto que creen que hay una relación entre el santo y su reliquia que no ha sido destruida por la muerte y que se apoya precisamente en una doctrina del cuerpo humano que se prolonga más allá de la muerte corporal, asociada al reconocimiento del "milagro de la "corruptibilidad de las reliquias". El resto de las confesiones cristianas no han ido tan lejos en las implicaciones, pero todas están de acuerdo fundamentalmente en rechazar la reducción del cuerpo al rango puramente material, un simple envoltorio o un objeto impersonal sin ningún respeto. Dice un autor protestante: "Aun en la muerte, el cuerpo conserva una historia y constituye el trazo de unión entre la vida sobre la tierra y la vida eterna. Para la Biblia, una vez empezada, la vida continúa eternamente, no hay una ruptura entre la vida terrestre y la vida celestial" (F. Fensch).

Los ritos funerarios en la Biblia

    En el Antiguo Testamento.

    Empezaremos por señalar que en Israel, la inhumación de los cuerpos se impuso como la única costumbre funeraria, en contraste con las prácticas de las culturas de los pueblos vecinos que conocían la incineración, los romanos, o el embalsamiento, los egipcios, dos prácticas opuestas: una por ser muy destructora y la otra por ser muy conservadora. Los israelitas jamás han preconizado la incineración. Los casos de incineración son excepcionales: los habitantes de Jabes de Galaad quemaron los cuerpos de Saúl y sus hijos antes de enterrar sus huesos (1 S. 31:11-13), pero este hecho ha sido omitido en el pasaje paralelo (1 Cr. 10:11-12) y se opone a los datos de 2 S. 21:12-14. Lo que parece que sucedió fue que los filisteos por venganza quemaron los cadáveres y los de Jabes rescataron los huesos y los enterraron. La incineración es igualmente evocada en Am. 6:10, pero no como un rito, sino que forma parte del juicio de Dios sobre Israel, en que las casas estarían llenas de cadáveres, y para evitar la plaga debían hacer algo que repugnaba su conciencia. Quemar el cuerpo, era para ellos un ultraje que se infligía a los grandes culpables, o el castigo de crímenes particularmente reprensibles, como por ejemplo, cuando Tamar engañó a Judá y fornicó con él (Gn. 38.24); casarse con una mujer y su madre (Lv. 20:14) o la fornicación (Lv. 21:9). Y Dios castigaría a Moab por quemar los huesos del rey de Edom (Am. 2:1). Peor todavía, desde este punto de vista era dejar abandonado un cadáver sin sepultura, fácil presa de los pájaros y las bestias del campo (Sal. 79:1-4). Lo normal y deseable para el israelita era ser enterrado en la tumba de sus padres (Jue. 8:32, 16:31, 2 S.2:32, 17:23). La frase "dormir con sus padres", es una forma solemne de expresar la permanencia más allá de la tumba.

    Además de lo dicho hasta aquí y para completar la enseñanza del AT., diremos que los patriarcas Jacob y José, hicieron jurar a sus hijos que transportarían sus huesos a la tierra prometida (Gn, 47:30, 50:25, Ex. 13:19, Jos. 24:32), expresando que la proximidad de los cuerpos contaba a sus ojos. La importancia de los ritos funerarios está en relación con la creencia en la resurrección corporal (Dn. 12:2, He. 11:35). Por último, la grandiosa visión del valle de los huesos secos en Ezequiel 37 que vuelven a la vida, ha contribuido a forjar la idea alrededor de la resurrección de los cuerpos y ha influido en la preferencia y casi la exclusiva de la inhumación, tanto de los judíos como de los cristianos.

    En el Nuevo Testamento.

    Mientras los romanos incineraban a sus muertos, los cristianos continuaban practicando la inhumación. El texto del NT que ha sostenido esta práctica sin discusión es el relato de la sepultura de Jesús por José de Arimatea y algunos discípulos (Jn. 19:40-42). Sólo hay una referencia (1 Co. 13:3) a arder el cuerpo como un acto filantrópico o heroico, pero no se trata de un cadáver. Más allá de los testimonios históricos, deben ser tomadas en consideración en las Escrituras algunas enseñanzas doctrinales relativas a la antropología y la cristología. Las palabras bíblicas relacionadas con los funerales son relativamente numerosas y coherentes. Pero hace falta reconocer que ellas son más bien descriptivas que prescriptivas. Si la Iglesia quiere fundar una moral de la sepultura, debe elevar su pensamiento por encima de una simple lectura "ejemplarista" de las Escrituras y medir el apoyo que la práctica del enterramiento puede encontrar en la doctrina misma del NT. En cuanto a la antropología hay mucho que decir sobre el sentido y el alcance de la encarnación y la mirada de Dios sobre ella. En particular por la importancia de dos mediaciones: la del cuerpo y la del tiempo, que, en el misterio de la encarnación se llaman el uno al otro. En cuanto a la cristología, la Iglesia proclama por medio de las confesiones de fe, la muerte y la resurrección de Cristo y hace también mención de su sepultura en una tumba, como un eco de las recomendaciones específicas de 1 Co. 15:1-3. Es necesario afirmar que la costumbre judía de la inhumación forma parte de la doctrina cristiana de la encarnación, porque según el plan divino desplegado en la encarnación del Verbo, ¿no engloba el ser puesto en una tumba durante tres días,  una realidad importante y significativa? (Jn. 12:24). La muerte del Hijo del Hombre no es menos encarnación que su vida. Si la presencia del Verbo encarnado se manifesta por su cuerpo, también lo hace por su muerte, pues hasta en su muerte y sepultura su humanidad permanece encarnada. Y por último, en el bautismo, encontramos igualmente esta misma precisión, puesto que el bautismo es una participación en la muerte y la resurrección de Cristo (Ro. 6:4, Col. 2:12).

Los ritos funerarios en la Iglesia

La Iglesia cristiana a lo largo de los tiempos ha mantenido la posición de la inhumación como única práctica funeraria hasta el siglo XIX, no por conformismo cultural, porque la Iglesia se haya querido desmarcar de la práctica de las culturas vecinas, sino porque ella lleva aparejada la expresión más natural y espontánea de la esperanza de la resurrección del cuerpo. Hasta el edicto de Milán (313) los cristianos fueron sometidos a violentas persecuciones, pero se defendieron contra la profanación de sus tumbas y las costumbres paganas que consistían en quemar el cuerpo de los ajusticiados. La Iglesia, durante este tiempo siguió el ejemplo de José de Arimatea: excavó las catacumbas y empleó todos los medios posibles para recuperar y cuidar los cuerpos de los supliciados, como testifica el relato de los mártires de Lyon escrito por Eusebio de Cesárea. Entre los índices históricos que testifican de la práctica de otros modos de sepultura en los siglos siguientes, se encuentra apenas la ley del año 789, publicada por los capitulares de Carlomagno, que castigaba con la muerte "al que haya incinerado el cuerpo de un difunto, según los ritos paganos, y reducido sus huesos a ceniza", como también la prohibición de sepultura eclesiástica para los que hayan pedido que el cuerpo sea incinerado, mantenida en el catolicismo hasta el decreto del Santo Oficio del 8 de mayo de 1963. Estos dos textos testifican también que, si la incineración se ha practicado en el curso de la historia de la Iglesia, lo ha sido de manera aislada y marginal, bajo la inspiración de motivos juzgados hostiles al cristianismo hasta una fecha reciente.

¿Existe una creencia mitológica en la sepultura?

Con esto quiero decir si existe la convicción de que solamente resucitarán los que se hayan beneficiado de una sepultura conveniente e inviolada, siguiendo el adagio "no resucitará el que no haya sido sepultado". Si esto es así estaríamos ante la reproducción del mito de Antígona que da su vida para que su hermano pueda ser sepultado y encuentre reposo. ¿Condiciona acaso en el cristianismo la forma de sepultura para que el difunto pueda encontrar el reposo eterno? En la tradición cristiana se han desarrollado pesadas ambigüedades sobre esto. Por ejemplo, la noción católica de "sepultura eclesiástica" de la que habla el Derecho Canónico en donde se prohíbe la sepultura a diferentes categorías de personas: a los herejes, incluidos nosotros, los divorciados, los suicidas, los no bautizados, los incinerados, los que habían sido artistas. Se trata, pues, de una noción de sepultura que enlaza el acceso del difunto con la bienaventuranza cristiana, como si una condicionara a la otra. A todo esto, deberíamos añadir los procesos cadavéricos en donde los cuerpos eran exhumados para un castigo post-mortem, con profanación de tumbas. Uno de los casos más famosos es el del papa Formoso (siglo IX), cuyo cadáver fue mutilado, decapitado, paseado en un burro y después echado en el Tíber.

¿Indiferencia protestante hacia los funerales?

Aunque hay unanimidad en la esperanza de la resurrección y en inhumar los cuerpos, también existen diferencias en la forma de llevar a cabo los ritos porque se pensaba que estaban inspirados en la superstición o que atentaban contra la suficiencia de la mediación de Cristo, hasta tal punto que en algunos lugares "en cuanto a las exequias, era buena doctrina que no asistiera el pastor". Es exacto que en algunos sínodos llegaron hasta a prohibir positivamente la presencia de los pastores en los entierros y especialmente la predicación y la oración de los pastores. En la Suiza francesa, la costumbre que se introdujo era hacer un servicio religioso en el domicilio mortuorio o en el cementerio, pero en las zonas rurales no era el pastor el que lo presidía, sino otra persona "que oficiaba como podía". Se consideraba que el que oraba podía ser convocado delante del consistorio y ser tenido por un papista y un idólatra. En este cantón suizo, las liturgias reformadas no hacen mención de los servicios fúnebres hasta la segunda mitad del siglo XIX. Por otro lado, en Francia, en la segunda parte del siglo XVII, es la legislación civil, y no los escrúpulos de los protestantes, la que pone limitaciones a las ceremonias protestantes de los entierros: debían celebrarse antes de las 6 de la mañana o después de las 6 de la tarde, el número de personas que podían participar en procesión hasta el cementerio era de treinta máximo y estaban prohibidas las predicaciones y exhortaciones. Pero esta indiferencia forzosa o voluntaria, no parece que estuviera motivada por los reformadores, puesto que leemos en la Segunda Confesión Helvética (1561) bajo el epígrafe "El sepelio de los creyentes" lo siguiente: "La Sagrada Escritura ordena que sean sepultados de manera decente y sin supersticiones los cuerpos de los creyentes, pues son templo del Espíritu Santo y porque, con razón, creemos en su resurrección en el día postrero. Igualmente nos ordena que honremos la memoria de los creyentes que duermen en el Señor y que demostremos a sus deudos, sean viudas o huérfanos, todos los servicios propios del amor cristiano fraternal. Aparte de esto, ninguna otra cosa, según nuestra doctrina, hay que hacer por los difuntos. Muy duramente desaprobamos el proceder de las personas cínicas que no se preocupan del cuerpo de los muertos o los echan con gran indiferencia y desprecio en cualquier hoyo o que, también, jamás tienen una palabra de aprecio para los difuntos, ni se cuidan lo más mínimo de sus familiares y deudos. Por otro lado, no aprobamos tampoco la actitud de la gente que en forma exagerada y equivocada se preocupan de sus muertos y como paganos lamentan su partida (no reprochamos que exista un sentimiento mesurado de dolor, como indica el apóstol en 1 Ts. 4:13 e incluso consideraríamos inhumano la falta de dicho sentimiento), o sea, ofrecen sacrificios por los difuntos, abonan determinadas oraciones, que más bien son murmullos rutinarios; y lo hacen con el fin de liberar a sus familiares de los tormentos a los que la muerte les conduce, pensando que mediante dichas oraciones los difuntos son verdaderamente liberados".

Conclusiones

A la luz de lo que hemos considerado, podemos formular unas cuantas conclusiones:
-  Hay en la fe de la Iglesia, una relación entre la sepultura y la esperanza de la resurrección corporal que podemos calificar de simbólica por lo que nos dice Pablo en Ro. 6:4-5.

  1. Aunque se puede hablar de la obligación de sepultar, debemos resaltar que se trata de una obligación moral por la cual los que están vivos expresan su reconocimiento de la dignidad humana a imagen de Dios y reafirman su esperanza en la resurrección corporal que está en el centro de su fe.
  2. Por sus connotaciones paganas, la práctica de la incineración ha sido rechazada por los judíos y cristianos a lo largo de los siglos, sin que por ello caigamos en el extremo opuesto de católicos y ortodoxos de venerar las reliquias o los lugares donde están enterrados los mártires. En el caso de donar nuestro cuerpo a la ciencia, deberíamos asegurarnos que los restos que no se vayan a usar reciban digna sepultura.

Por último, es importante valorar sobre todo la resurrección corporal y no caer en el platonismo del que a veces están impregnados nuestros funerales. Necesitamos tener una comprensión correcta sobre la relación que existe entre el cuerpo terrenal y el cuerpo celestial, o más exactamente la conciencia de la unidad de los dos y su continuidad. Entre ambos, la novedad es importante (1 Co. 15:40). Pero el estallido de esta novedad no debe hacernos perder de vista su continuidad (2 Co. 5:4). No se trata ni de una reanimación o renacimiento a la vida terrestre, ni de una reencarnación en un cuerpo de otra naturaleza o especie que el primero. Se trata de una forma de transfiguración y glorificación del solo y único cuerpo de los creyentes, en el que todo lo que es mortal será revestido de inmortalidad e incorruptibilidad. Los numerosos detalles en los evangelios y en los Hechos sobre la resurrección de Jesús, son para señalar la identidad del cuerpo del Resucitado con el cuerpo del Crucificado: como la piedra quitada, la tumba vacía, la disposición de los lienzos y el sudario, las cicatrices a las que Jesús invitó a tocar a Tomás, etc.



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